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La perspectiva feminista aporta herramientas para el trabajo terapéutico y a la psicología para detectar de forma crítica cómo influye la sociedad y la cultura en la construcción de nuestra identidad. Es importante aclarar el “género” (mujer y hombre) es una categoría más desde la que analizar la identidad y no es la única, son múltiples las intersecciones que atraviesan a las personas en la construcción de la subjetividad (étnicas, generacionales, socioculturales, económicas, etc.). Siguiendo a Kate Millet (1995), la identidad no es un destino, sino un proceso, algo que se abre y no se cierra. En otras palabras, la identidad es la dimensión social de la experiencia subjetiva, entendiendo al sujeto como “infinito múltiple” (Benjamin, 1997).

Esta perspectiva permite, por un lado, entender cómo las mujeres y los hombres internalizan el sistema patriarcal de opresión y luego se encargan de reproducirlo. Por otro lado, permite cuestionar modelos únicos de comportamientos (relacionados con la correspondencia entre el sexo, el género y la orientación sexual) para comprender y respetar la diversidad. Por eso, poner la atención desde esta perspectiva permite “dar nombre a hechos y situaciones hasta el momento innombrados” (González-San Emeterio, 2013).
La perspectiva humanista-existencialista me permite contemplar a la persona como una unidad de tres dimensiones: corporal, mental y existencial (o noética, del sentido). En esta última reside la libertad de la persona para distanciarse, enfrentarse y determinarse a sí misma, diciendo quién quiere ser en unas circunstancias determinadas y adoptando una actitud vital. Desde esta circunstancia, se considera que la persona está limitada por circunstancias físicas, psicológicas o sociales, pero no determinada por ellas. La persona es capaz de autorregularse, cuidarse y sanarse a sí misma, para ello tiene que aprender a darse cuenta de qué hace, cómo y para qué lo hace.
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Respecto a mi visión sobre la educación, he analizado cómo los paradigmas de la inteligencia y la economía de los siglos XIX y XX siguen fundamentando la lógica educativa actual. La era del siglo XXI, tecnológica y socialmente diversa, requiere educar en competencias (y no por contenidos), centrada en los derechos humanos (aprender a saber, a hacer, a ser y a convivir). El cambio educativo tiene que concebir al alumnado desde su individualidad única, con toda la diversidad que ello conlleva. El aprendizaje cooperativo permite atender las individualidades porque genera micro-esferas donde está representada la diversidad, pero no basta con cooperar si se sigue imponiendo el conocimiento, si se siguen trabajando los contenidos normativizados desde materiales escolares estandarizados (libros de texto, libros de texto digitalizados u obligados contenidos escolares en formato digital –llámese como se quiera pero es una imposición) porque, bajo esta concepción de la enseñanza, sólo se puede incorporar una parte (cada vez menor) del alumnado, el resto fracasa por falta de acceso, motivación o capacidad. Estas estructuras de la escuela ejercen violencia y control (Galtung lo nombra como violencia estructural), desde las que parece imposible atender a las múltiples variables del contexto. En vez de contenido estructurado y descontextualizado, la atención a la diversidad debe partir de un contexto situado/concreto de aula, donde las prácticas artísticas (humanistas), reales (socialmente significativas) y críticas (feministas) posibiliten acercarse a todas las diversidades del contexto. Unir educación y arte permite atender los derechos humanos articulando modelos inclusivos donde todo el mundo puede realizarse.
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Mis filosofías
Tarsila do Amaral (1923) A negra